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Pata de Perro Diciembre 2017

septiembre 5, 2019 Deja un comentario

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Viajar para Comer

Por Alonso Vera Cantú

Viajar motivado por los alimentos. Más allá del desplazamiento como consecuencia del hambre, sino de la curiosidad. No como un acto de supervivencia. El antojo es algo tan poderoso que nos puede hacer darle la vuelta al mundo para celebrar un acto tan efímero que, como cualquier entusiasta del tema podrá confirmar, de realizarse correctamente se vuelve eterno. Hoy que regreso a Tokio comprendo y concuerdo con los expertos que aseguran que la capital de Japón es la mejor ciudad del mundo para comer. Es la urbe más poblada, con unos 38 millones de habitantes. Además tiene la economía metropolitana y la mayor capacidad adquisitiva en el planeta y, como referencia, hay mas de 220 restaurantes reconocidos con estrellas por la guía Michelin, mientras que Paris tiene “sólo” 94. Productos extraordinarios, regionales y del mundo entero. Técnicas muy sofisticadas y una pasión desmedida. Comensales locales y visitantes con una muy alta exigencia. Y un gran respeto por el acto de comer, desde los puestos callejeros hasta las cimas de los rascacielos.

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Pata de Perro Junio de 2003

Pata de Perro Junio 2003

Donde se dice que nace el sol

Por Alonso Vera Cantú

 

Los viajes no tienen principio ni fin, son algo que va más allá del subirse a un tren o elefante y visitar la casa del vecino o un país a miles de kilómetros de distancia. Así pues los viajes que conocemos como tales no son más que pequeños eventos dentro del gran viaje que es la vida, aunque ésta sea tan breve, que deben ser disfrutados al máximo por sus cualidades medicinales e inspiradoras. No hay nada más estimulante que contextualizar el país y las costumbres propias, a la vez que nos acercamos sin prejuicios a las de los otros, para posteriormente comprender que existen tantas realidades posibles y posibilidades reales como habitantes en la Tierra. Este sentimiento de admiración por la diversidad es lo más preciado para mí en un viaje, así como la posibilidad de hacer cosas por primera vez. Esa primera noche en la playa iluminada por la fluorescencia del plancton y las estrellas, ese primer vestigio de incienso en una casa de té rodeada por flores de loto, ese primer suspiro bajo el agua, ese primer trago de algún licor extraño tras una cena con ingredientes inciertos o esa primera imagen de un país desconocido. Estas impresiones son las que hacen imposible el regresar al lugar de origen de la misma forma en que nos fuimos y esto es algo que aprendí al visitar el paradójico e increíble país del sol naciente, Japón, un lugar tan rico en historias y costumbres que uno irremediablemente se cuestiona las propias, al tiempo que se ablanda el cerebro y se rompen las estructuras de lo posible una y otra vez durante el día.

 

Coronado de chipotes

Después de un increíble paseo por los valles californianos tapizados en viñedos y una imprescindible visita a la ciudad de San Francisco tomé un avión persiguiendo al sol hasta la Tierra donde se dice que nace. Las once horas de vuelo son relativamente fáciles de superar, por las opciones de entretenimiento de estos aviones. La primera y más común, la hermosa vista, la segunda y más alternativa, el centro de entretenimiento de cada asiento. En lo personal opté por comer mis últimos pedazos de fruta, ya que después descubrí que en Japón unas uvas pueden costar hasta mil pesos, beber pequeñas botellitas de whiskey y dormir. Una vez en el aeropuerto de Tokio fuimos inspeccionados por una cámara que medía la temperatura, por aquello del SARS, y tomé un tren hacia la ciudad. Durante el trayecto jóvenes estudiantes de miradas curiosas, impecablemente uniformados, subían y bajaban de las impronunciables estaciones de los exteriores de la ciudad, los cuáles están repletos de sembradíos de arroz y hermosas construcciones. Tokio es una de las urbes más pobladas, compactadas e intensas del mundo. Lo compactada lo denotan sus estrechas calles, pequeñas habitaciones y marcos de puertas tan bajos que me han coronado con un sin fin de chipotes. Lo de intensa se muestra en cada momento, como en todo Japón, por las concentraciones de habitantes, colores y estímulos, y la rica mezcla de elementos antiguos, como templos y palacios, con los ultra modernos rascacielos. Fuera de la estación me encontré de frente con una enorme puerta, resguardada por el fiero dios del trueno Kaminari, donde cuelga una enorme lámpara roja de papel. Ésta marca la entrada al templo budista más antiguo de Tokio, Sensoji, en el tradicional barrio de Asakusa, mi destino para pasar la noche. Algo desubicado me escurrí por entre la lluvia, las bicicletas y los transeúntes hasta un hotel tradicional japonés, o Ryokan.

 

Pájaros hambrientos

Amablemente recibido en el Ryokan, que por cierto son la mejor opción si uno pretende comenzar a comprender las formas y costumbres de Japón, me enseñaron mi increíble cuarto. Para empezar hay que quitarse los zapatos al entrar al piso de tatami y puertas de papel traslúcido, o shojis. Una vez dentro comencé a jugar y descubrir los artículos tradicionales de un lugar así, como la tetera, la mesita, los espejos y sobre todo los kimonos, o yukatas, que uno usa para dormir sobre los colchones de algodón o futónes, pasear o ir a bañarse. El baño es uno de los momentos más importantes en la vida japonesa, al igual que comer, rezar o tomar el té, así que a continuación hube de descubrir el cuarto de baño tradicional, el cual consta de un vestidor, o más bien desvestidor, y de un cuarto donde hay regaderas frente de unos espejos, un banquito para sentarse y una enorme tina de agua caliente. La idea es limpiarse en las regaderas para posteriormente entrar a relajarse al agua caliente de la tina, y así lo hice, encantado por la vista de la ciudad desde la ventana. Una vez seco, y revestido, me dirigí a buscar algo de comida por entre los indescifrables menús y fachadas de los restaurantes. Después de entrar, por equivocación, a un par de casas de amables locales que observaban la televisión le atiné a un lugar que servía comida. Con mucha paciencia la mesera me intentaba explicar los ingredientes de los platillos, así que cerré los ojos, señalé unas lindas rayitas y palitos y un par de platillos con cosas de colores frente a mí se mostraban listas para ser prensadas por mis palillos, que simulaban el pico de un ave hambrienta, y devoradas por su servidor. Después de la deliciosa cena regresé a mi ryokan a preguntar qué me había comido, y tras la explicación de las verduras y sopas locales me dirigí a integrarme al exquisito futón sobre el tatami.

 

Suerte encajonada

La delicada luz del amanecer se escurría por entre las blancas cortinas de papel del cuarto y decidí comenzar el día explorando el barrio en el que me encontraba, Asakusa, el cuál se ha convertido en el más tradicional de Tokio por preservar las formas y costumbres del período Edo en la historia Japonesa. Este fungió como un barrio de mercaderes y monjes, y ahora se muestra orgulloso con cientos de restaurantes, tiendas y templos. Regresé a la puerta del dios del trueno y caminé desde ahí, por entre abarrotadas tienditas, hasta una segunda puerta con otra enorme lámpara roja. A mi izquierda una hermosa pagoda de cinco pisos reflejaba la luz del sol por entre las palomas que revoloteaban emocionadas, y frente a ésta la construcción principal, que resguarda la figura dorada del Buda Kannon, se mostraba imponente con sus enormes techos de tejas grises marcadas por la swástica budista. A la derecha había un par de enormes estatuas siendo veneradas por viejitos que les ofrecían varitas de incienso. Poco a poco el complejo se llenaba de estudiantes de secundaria, quienes tomaban fotografías con sus modernos celulares y  leían su suerte en papelitos que tomaban de cajones de madera. Frente la entrada del templo principal los peregrinos se purificaban con agua en una fuente y con humo en un gran incensario oscuro, antes de subir las escaleras hacia el altar principal. Yo como siempre observé e hice lo que los locales hacían, hasta que frente al Buda Kannon ofrecí unas monedas y rezos y me metí al área de meditación dentro del templo. Un monje vestido de azul me observaba curioso y me acerqué a platicar con él. Nos sentamos a observarnos un largo rato, y mediante señas, porque las palabras no sirven en éstos caso, nos hicimos sentir el gusto de conocernos. Tras despedirnos continué la exploración, hasta arribar a un templo Sintoísta. Las diferencias básicas con el Budismo, además de que es completamente otra religión y es originaria de Japón, en los símbolos de sus templos, en que el Budismo no tiene dioses y el Sintoísmo cuenta con el dios Kami, que se manifiesta en los árboles, las montañas, los animales y demás, y en las costumbres de sus religiosos. Por ejemplo los del Sintoísmo entran al templo, ofrecen dinero y aplauden tres veces para llamar la atención de las manifestaciones del dios Kami.

 

Últimas consecuencias

Cerca del medio día tomé un té y abordé lo que parecía ser un complicadísimo sistema de metro. La primera parada, por morbo tal vez, fue el distrito de compras Ginza, en donde por entre las calles cohabitan las tiendas más caras del universo con los compradores compulsivos. La segunda parada fue en lo que debe ser uno de los lugares más alternativos del planeta: el increíble barrio de Shibuya. Una vez fuera del vagón, e inclusive desde dentro, comienza la experiencia de inmersión al mundo juvenil japonés, en donde las vestimentas, accesorios y conductas, ya que han heredado un estructurado y complejo sistema de comportamiento, muestran la propuesta de rompimiento de éste y los ha llevado a lo que pareciesen las últimas consecuencias de la originalidad. Así que por entre enormes tiendas de ropa, cafés, bares, restaurantes y todo tipo de pelos pintados y atuendos me dediqué a hacer lo mejor que se puede hacer ahí: observar. Una vez saturada mi retina regresé a mi ryokan y me di un increíble baño antes de sentarme a planear la visita al pueblo cercano de Kamakura.

 

Pescados desde siempre

Antes de tomar el tren a Kamakura, por ahí de las cuatro de la mañana, me dirigí a uno de los mercados más famoso del mundo, Tsukiji, en donde se subastan los enormes atunes recién pescados, o bueno, pescados desde siempre pero muy frescos. En éste lugar se reúnen cientos de personas y se subasta cada pieza, que puede pesar hasta 300 kilogramos, hasta que determinado el comprador marcan con pintura roja su nombre sobre las aletas del atún. El espectáculo sonaba de lujo, lo malo es que era domingo, el único día en que no hay actividad, así que desvelado tomé el tren a  Kamakura, la que fungió como capital entre 1192 y 1333 y que es ahora uno de los lugares más interesantes en Japón, con increíbles templos Budistas y Sintoístas. Una vez ahí comenzó una fuertísima lluvia con impresionantes ráfagas de viento provenientes del mar. Y entonces comprendí la historia de mi primer destino en el lugar, la gran estatua de Buda  que, con sus más de 13 metros de altura y 121 toneladas de bronce, sobrevivió a una enorme ola que barrio al templo de madera que la contenía, así como a una gran parte de las casa del pueblo. Una vez ahí, babeando de la impresión, me dirigí a otro templo igualmente sobrecogedor, Hasedara, donde están contenidas cientos de estatuillas de Buda por entre hermosos jardines, cuevas, cementerios y templos. Realmente satisfecho regresé a Tokio para planear los siguientes días en Hakone, el parque nacional con las mejores vistas del Monte Fuji por entre lagos, aguas termales y árboles de maple y cerezos, Osaka y Kyoto, donde hube de posarme frente a un jardín Zen de piedras, visitar docenas de Patrimonios de la Humanidad, comer el famoso pescado venenoso Fugu y perseguir Geishas, pero eso será en otra ocasión. Muchas fueron las experiencias en Japón y el mundo en general, ya serán suyas, mientras tanto arigato y sayonara.

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